–Tucson, 1980 - El rostro que respondió mi súplica.
Fue un sábado, 21 de junio de 1980, cuando recibí una noticia que me apretó el corazón: mi hermano Manuel Raymundo, a quien todos llamábamos con cariño “Manuel”, sería hospitalizado en Hermosillo por una infección grave. Viajé de inmediato. Lo encontré lúcido, pero su piel era intensamente amarilla. Le diagnosticaron hepatitis y lo internaron en la sala de infectología del Hospital General del Estado, una sala que daban ganas de llorar al verla.
Esa misma tarde, lo saqué y lo llevé a descansar a su casa. Pero al día siguiente, su estado empeoró. Lo ingresaron en la Clínica del Noroeste, esa misma tarde sufrió convulsiones. Al día siguiente cayó en coma. Lo trasladaron de urgencia al hospital de la Universidad de Arizona, en Tucson, acompañado por su amigo íntimo, el doctor Francisco Ramos.

Llegué a Tucson el martes 24 y mi hermano seguía en coma. El miércoles, los médicos fueron claros: le daban apenas un 10% de posibilidades de sobrevivir. El jueves ya con tres días en coma, solo la pupila de un ojo respondía a la luz. El Dr. Ramos, con sinceridad dolorosa, me dijo que no había esperanza.
Me dije entonces, le preguntaré a alguien que sabe más que todos y me dirigí a la pequeña capilla del hospital. Una capilla chica, sencilla, vacía, silenciosa. Me arrodillé frente al crucifijo. Y allí, con una mezcla de desesperación y fe, me atreví a rogarle al Señor diciéndole:
“Señor Te pido por la vida de mi hermano, No me voy levantar de aquí hasta que Me des una señal. No me levantaré sin saber si mi hermano vivirá o no.”
Pasaron treinta minutos. Entre sombras, me pareció ver un rostro de Cristo serio, con una corona de espinas: el rostro de Cristo en su pasión, ello me entristeció. Permaneció así 15 minutos y de pronto vi que sonreía. Una expresión suave, hermosa y serena. Realmente no se si sería todo esto mi imaginación, pero me levanté lleno de esperanza.

Corrí con el médico y le dije:
—“Mi hermano se va a salvar.”
—“¿Cómo puedes saberlo si está igual?” —me dijo, casi molesto.
Guardé silencio porque yo estaba seguro.
Nos recostamos un rato. A las 9 de la noche volví a verlo. Me acerqué a su cama, como lo hacía cada hora. Puse mi mano sobre él… y abrió los ojos. Me miró fijamente con sus grandes ojos.
Me conmoví hasta las lágrimas… pero también dudé. ¿Sería un reflejo, una reacción antes del final? Para comprobarlo, acerqué mi mano bruscamente a sus ojos. Y los cerró. Luego los volvió a abrir.
Allí supe, sin lugar a dudas, que Cristo me había escuchado. Que la señal había sido real. Que, contra todo pronóstico médico, la vida le estaba volviendo.
Corrí nuevamente con su amigo. Entramos juntos, pero mi hermano estaba inconsciente otra vez. El médico, escéptico, me miró sin palabras. Pero yo conservé la certeza. Al día siguiente, viernes por la mañana, lo encontramos igual. Sin respuesta. Fuimos a desayunar, al regresar a su habitación, la sorpresa nos detuvo en seco:
Mi hermano estaba sentado en la cama, sonriendo. Al vernos, saludó al médico con su apodo de confianza:
—¡Pancha!
El doctor se quedó mudo.
Lo miré y le dije:
—“¿Ahora sí me crees?”
Mi hermano no solo despertó: se recuperó. Salió del hospital varios días después, con su vida restaurada. Y con ello, también la de toda nuestra familia.